Vivimos en una época en la que se nos invita a definir nuestra identidad a partir de los productos que elegimos consumir.
Lo que ridículamente nos venden como un ejercicio existencial de libre albedrío, dentro del cual tenemos la radiante autonomía para decidir si vamos a lavar nuestro cabello con un producto de L’Oreal o con uno de Pantene, si vamos a comenzar nuestro día alimentándonos con unas hojuelas azucaradas de Nestle o con un Corn Pops de Kelloggs, o incluso para elegir si celebraremos nuestra decadencia gastronómica asistiendo al KFC o al Pizza Hut, lo cierto es que esta virtual libertad está acotada a la colosal gama de productos que derraman en el mercado solo diez grandes compañías.
"El siguiente fenómeno se refiere a esta libertad simulada que nos sugieren las grandes corporaciones, un escenario repleto de logos, paletas de colores, slogans, y construcciones colectivas en torno a las marcas. Y si lo analizamos objetivamente, no solo no estamos gozando de una libertad –pues el margen de una identidad social más allá de lo que consumimos es mínimo– sino que ni siquiera es que exista una diversidad real, pues aquellas pequeñas marcas que pretendían ofrecer ‘algo diferente’, fueron ya absorbidas por los grandes conglomerados comerciales"
que Coca Cola, Pepsico, Kelloggs, Nestle, Johnson & Johnson, P&G, Mars, Unilever y General Mills, poseen decenas de marcas que impregnan la cotidianidad de millones de personas alrededor del mundo.
Curiosamente este mismo fenómeno, el acaparamiento de prácticamente todas las ‘opciones’ dentro del mercado por parte de monumentales corporaciones, se replica en otros rubros, por ejemplo el de los medios de comunicación, o en el caso de los bancos, un sector que en los últimos treinta años ha visto reducirse en un 30% las empresas que los controlan tras múltiples fusiones en las que las mayores entidades corporativas terminan por absorber a los más pequeños.