P. KROPOTKIN (1885).
En el mundo de hoy, el mismo de la llamada Sociedad de la Información, la cultura se ha convertido en una prioridad estratégica del capitalismo. Claro que la cultura desempeña una función constitutiva no sólo en el avance del sistema capitalista sino en cualquier sociedad o comunidad humana, pero aun teniendo esto en cuenta, cada día disponemos de más indicios: la cultura, entendida en un sentido amplio, no es ya un mero fenómeno de superficie sino un elemento que actúa como potente motor de la reproducción social. Desde mediados del siglo XX esta movilización cultural es inseparable de un modelo mundializado de economía de consumo, cuya hegemonía parece haberse cumplido totalmente.
Cultura, política y economía funcionan en un circuito imparable de reciprocidades, lo que no significa que en todo momento esas tres áreas de la vida social estén al mismo nivel de responsabilidad y de capacidad operativa. Si es cierto, siguiendo a Boltanski y Chiapello (2002), que el capitalismo ha pasado por una fase primera, heroica, movida principalmente por la fe en el patrimonio y el progreso (siglo XIX), una segunda etapa (siglo XX) marcada por la extensión de la producción y el consumo masivos, y estaría entrando ahora (con la transición del siglo XX al XXI) en un “nuevo espíritu” de gestión en red y escala planetaria, si es cierto este diagnóstico, insisto, entonces parece razonable interpretar cada una de esas tres fases siguiendo un desplazamiento histórico de prioridades sistémicas. En un primer momento, la fuerza innovadora del capitalismo como modo de producción económica lo impulsa a la vez que lo obliga a instalarse a escala fundamentalmente familiar y local. El cuidado del oikós, como se sabe, da origen al término economía tal y como aún en la actualidad lo entendemos. En un segundo momento, el cumplimiento en Europa y EEUU de la revolución industrial así como la madurez de los procesos colonialistas empujan al sistema capitalista hacia una planificación gigantista, a gran escala, cuyos pivotes principales serían la empresa y el estado-nación como garante y colaborador en esa nueva fase de expansión. El protagonismo del estado pasa así a primer plano, aunque sólo fuera como un modo indirecto de relanzar los vectores masivos del gran negocio. Por eso es posible pensar que esta segunda etapa tuvo como rasgo distintivo (que no exclusivo ni exclusivamente fundamental) la dimensión política del sistema. De Roosevelt a Stalin (que, desde 1929, había capitalizado abiertamente la economía soviética con la NEP), incluyendo sin duda a J. F. Kennedy, estábamos sin duda en la época de los grandes líderes políticos, un rasgo éste que, aun persistiendo, se está difuminando por la omnipresencia light de figuras presidenciales, al estilo de Blair, Aznar, Berlusconi o incluso Bush Jr., que cada vez más gente identifica con los gestos simpáticamente esclerotizados de los títeres –tienen muy poco que hacer al lado de David Beckham.
Las sucesivas crisis de legitimidad que asaltaron al capitalismo en 1929 y 1968 pusieron de manifiesto los límites de un sistema cada vez más desgastado y problemático, al tiempo que cada vez más rejuvenecido. Pero a partir de 1973, por poner una fecha meramente indicativa, los dispositivos sistémicos se enfrentan a un reto inédito. Por definición, ni el marco del estado-nación ni el de un mercado libre sustentado sobre las bases más crudas y violentas del colonialismo clásico están preparados para actuar como aparatos justificativos de la globalización. Así que el salto hacia el nuevo espíritu de un capitalismo invisible y global tenía, más que nunca, que recurrir a una fuente multipolar de recursos ilimitados: el espacio sin fronteras del deseo, del imaginario, de lo simbólico. Como ha explicado Marazzi (2002), un sistema de economía financiera mundializado articula sus referentes estratégicos tanto a través de la idea misma de mercado como de opinión pública global. Desde luego, la amabilidad del nuevo capitalismo y colonialismo cultural mantiene activos los resortes estrictamente económicos y políticos, pero estos resortes parecen haber agotado su fuerza, o al menos la fuerza que tenían en los moldes estructurales de la modernidad.
Con este gesto estratégico, que ha ido en paralelo a la agudización de nuevos y conflictivos retrocesos sociales, la cultura de tipo masivo recibe una responsabilidad que sólo puede canalizar mediante la ideología de la información, la comunicación abierta y el progreso tecnológico. Pero esa ideología no dispondría de la misma vitalidad sin el soporte macroinstitucional que le confieren los aparatos de publicidad y propaganda. La propaganda se diseña a la vez que la guerra. La nueva doctrina militar estadounidense, por ejemplo, recientemente enunciada por D. Rumsfeld, incluye entre los “seis objetivos mayores de la nueva política de defensa” la seguridad de los sistemas de información y de comunicación (De la Gorce, 2002). No podía ser de otra manera. Mientras tanto, hoy sabemos que entre los años 1950 y 2000 el gasto publicitario global creció por encima del 700%, aproximadamente un tercio por encima del nivel de crecimiento de la economía mundial, lo que indica como mínimo que algo se mueve. Y de moverse se trata, en efecto. Lo reconoce el último eslogan global de Coca-Cola: “Únete al movimiento: Si tú te mueves, esto se mueve”. Es decir: si se detiene el vértigo del consumo, todo se interrumpe (para el sistema y para el hombre-masa).
Claro que, pese a lo que pudiera parecer a primera vista, hay muchas formas y direcciones para moverse, no todas igual de peligrosas, y no todas con el mismo tipo de peligro para la misma parte de la gente. De hecho, los profesionales del marketing político y económico (si alguna vez fue válida la frontera entre ambos) saben desde el principio una cosa, cuya neutralización tiene que darles de comer: que justamente el terreno de los signos y los lenguajes es incontrolable en términos absolutos, que la cultura es materialmente dialógica (Voloshinov, 1992), que ningún mensaje tiene por principio la garantía de ser recibido y usado con la intención con que el emisor lo produce. En el cine, en el rap, en la escritura periodística o literaria... los conflictos de codificación son continuos, y no podrán dejar de serlo. Ya lo decía una frase que sigue circulando entre nosotros, atribuida nada menos que a Goebbels, el maestro fascista de la propaganda contemporánea: “Cuando oigo la palabra cultura, saco el revólver”. Sólo que ahora la cultura misma es el revólver (o al menos es una de sus piezas principales).
Los nuevos riesgos del sistema globalitario requieren también nuevos amortiguadores. Uno de ellos, de singular relevancia, y de acuerdo con el desplazamiento hacia lo cultural que se está produciendo, tiene que ver con las trampas del lenguaje, que son sin remedio trampas del pensamiento y de la realidad (entendida como construcción simbólica y social). Merece especial atención la trampa de la comunicación, palabra que es hoy tanto un cajón de sastre como un agujero negro en los discursos públicos, oficiales o no.
En su sentido más amplio y radical, comunicación implica puesta en común, encuentro o desencuentro de posiciones y puntos de vista diferentes y hasta contrarios, que buscan los unos en el contraste con los otros la realización de un sentido compartido, por provisional y precario que éste sea. Desde este ángulo, la comunicación es constituyente de comunidad, de toda sociedad y toda cultura (Eduardo Galeano escribía que “la cultura o es comunicación o no es nada”). La noción de información no es tan extensa, sin embargo: en tanto transmisión de conocimientos y contenido de esos conocimientos, la información es un prerrequisito de la comunicación, en efecto, una especie de primer paso para la comunicación. La información es un primer paso que puede desplegarse hacia la comunicación según diferentes grados de intensidad y complejidad, pero en ningún caso exige dar el paso comunicativo (en sentido amplio) para autocumplirse con eficacia. En otras palabras: socialmente hablando, sin información no habrá comunicación, pero sí puede darse la información sin comunicación, o reduciendo ésta a su mínima expresión. La información puede entonces, vamos a decirlo así, abrirse hacia el espacio comunicativo, dialógico y hasta heterológico, o bien puede, en la práctica, replegarse en sí misma y hacer oídos sordos de toda alteridad. Cuando la información se ensimisma, se autoproduce como vínculo monológico incesante, más bien deberíamos hablar entonces de su variable más persuasiva y actual: hablaríamos en ese caso de propaganda. Así, la propaganda se daría cuando la información da la espalda a la constitución de una comunidad dialógica y abierta, y se vuelve por el contrario hacia la instrumentalización de cualquier comunidad.
¿Qué significan las audiencias, si no es un medio para el incremento del beneficio, para los intereses mercantiles de los grandes medios de comunicación? ¿Hablamos realmente de comunicación cuando hablamos de las instituciones mediáticas? El debate está abierto. Si tuviera que respondernos Teléfonica la respuesta sería afirmativa (“La comunicación y tú”: la multinacional propone y el individuo-consumidor dispone sin necesidad de los demás). Sin embargo, si atendemos a la pragmática de los grandes media, como es el caso de la televisión, todavía hoy el principal medio masivo de socialización, comprendemos que su carácter de medio de comunicación está estructuralmente supeditado a una dinámica tendencialmente monológica. De esta forma, “velados el cuerpo y la voz, desubicado en la red, impotente para hablar con la televisión, el hombre anónimo se enreda en los media, en su dominio ubicuo y visible, haciéndose él mismo invisible, irreal, fantasmagórico. Sólo así pueden sus actos de habla reducirse a intercambios estandarizados, reproducibles, de formato estable y asimilables a un medio de control codificado y neutro: el dinero” (Galán, 2002: 20).
Cuando las tecnologías comunicativas alcanzan un alto grado de interacción y descentramiento, como es el caso de los procesos de intercambio a través de la red Internet, el control se mantiene fundamentalmente a través de dispositivos de vigilancia tradicionales, en la línea del sistema Echelon o NSA Key. Sin embargo, en lo que es todavía el espacio de socialización mediática más extendido, la televisión, la estructura de la vinculación masiva tiene lugar mediante un centro emisor que distribuye de forma tendencialmente unidireccional sus mensajes, haciéndolos llegar con cada vez menos límites de tiempo y de espacio a una multitud de receptores cotidianamente alejados entre sí y con respecto a la posición de ese mismo emisor. Esto convierte a la televisión en una especie de panóptico invertido, donde el emisor no consigue ya observar sin ser observado sino que, en cambio, persigue una concentración de la atención sobre sí mismo, de forma que eso le permita mantenerse como referente compartido dentro de una estrategia relacional quizá inestable pero también, desde luego, democráticamente poderosa. Del paradigma orwelliano del “te estoy vigilando” se produciría así un desplazamiento amable hacia la estrategia seductora del “mírame” –sintomático título de un reciente, aunque ya desaparecido, programa televisivo dedicado al making off de las campañas publicitarias. Pero en ese desplazamiento se mantendría, como constante, la articulación de una estructura de vinculación ordenada en torno a un centro cuyas decisiones se alejan del espacio social que ahí se condensa. Planteado de esta forma, pues, la indiscutible innovación tecnológica supuesta por la red ha abierto las posibilidades de contraste y comunicación al precio de restaurar formas de vigilancia más seguras y previsibles.
En este sentido, es difícil defender el argumento (esgrimido por Michel Gheude en AAVV, 1996) de que la televisión reúne imperceptiblemente a inmensas multitudes, formando una comunidad donde la participación es tan real como las posibilidades que esa participación abre de transformación política. Cuando se piensa así se insiste en que la televisión nos convoca, a distancia, en virtud de una imagen y un mensaje común, pero no se explica cómo esa “reunión invisible” es ella misma posible en virtud de un canal monológico, incontestable e inoperante de cara a las relaciones entre unos receptores y otros. La escisión funcional de los roles de emisor y receptor es constitutiva de los medios masivos, pero es difícil imaginar que esa separación sea constitutiva de comunidades que vivan en condiciones mínimas de igualdad, libertad y justicia. En resumen, ¿tenemos ya asumido el desafío que, a nivel social e incluso personal, implica la comunicación? ¿Hay camino por detrás de la celebración postindustrial de la comunicación democrática y sin fronteras? ¿Es verdaderamente comunicativo el camino que esa celebración promete? Al menos en algunos espacios y colectivos antisistémicos se podría decir que sí, que el reto comunicativo se está poniendo en el centro de las nuevas tácticas de resistencia y de lucha (AAVV, 2000: 197; AAVV, 2001: 47), como cuando los monos blancos (tute bianche) declaran: “Vamos a asediar y a mediar, a informar y a atacar, a enfrentarnos y a comunicar” (Wu Ming, 2002: 124). En efecto, esos distintos movimientos críticos lo serán radicalmente mientras sean capaces de poner en su centro lo que es común, lo que los convertirá en espacios o espaciamientos excéntricos, aprenderán de la alteridad los retos pendientes de la alteración... en un mundo de centros deslumbrantes balbucearán, despacio, las señales equívocas de una nueva e inquietante política nocturna (Traful, 2002). En el frío de los sótanos huecos, los cuerpos se arriman los unos a los otros para entrar en calor.
Para mas información: http://www.espaienblanc.net/La-guerra-mas-alla-de-la-guerra-y.html