4 de noviembre de 2013

Cómo las personas más inteligentes del mundo nos están haciendo más tontos

La lista de los pensadores más relevantes en 2013, publicada por la revista británica Prospect, estaba encabezada por el biólogo Richard Dawkins. No era el único científico de la lista, que también incluía al psicólogo experimental y científico cognitivo Steven Pinker, al físico Peter Higgs (el que dio nombre al bosón), a los economistas Paul Krugman o Ashraf Ghani, a técnicos/políticos, como el iraquí Ali Allawi o Mohamed elBaradei, cuyo nombre se ha barajado como primer ministro egipicio, o los premios Nobel de economía Amartya Sen y Daniel Kahneman. En ella, sólo aparece un personaje no ligado a las ciencias o a la economía, Slavoj Zizek, el Elvis Presley de la filosofía, un tipo impetuoso y fiero que se ha convertido en uno de los más estimulantes pensadores de los últimos tiempos, pero que fue incluido en la lista más por su brillo pop que por su influencia real.

En el resto de la lista, la proporción apenas varía. Salvo casos excepcionales, como el de Martha Nussbaum, premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales o, en el puesto 47, el filósofo Fernando Savater, el único español en el ránking, no aparecen personas provenientes del mundo de las ideas entre los pensadores de más peso en la sociedad contemporánea.

Ciencia sí, pensamiento no

Que los lugares de influencia estén reservados hoy a físicos, neurólogos o biólogos, excede con mucho la simple anécdota, ya que revela cómo las creencias científicas y matemáticas se han impuesto sobre las provenientes de ese mundo de las humanidades (filosofía, política, sociología, psicología) que tejió gran parte de las convicciones del siglo XX. Además, resulta especialmente llamativo que, en este tiempo de innovación y de avances científicos, las ideas que defienden los principales pensadores sean tan poco atrevidas. La hipótesis más relevante y conocida de Richard Dawkins, el número uno del ránking, no es más que una reformulación adaptada a los tiempos de una vieja cuita, esa que aspira a una sociedad mucho más científica y mucho menos religiosa. No en vano, Dawkins uno de los llamados Cuatro jinetes del ateísmo (Dawkins-Hitchens-Dennett-Harris).

Estos factores hacen que, como afirma el novelista y crítico social Curtis White, en The Science Delusion (una alusión directa al ensayo God Delusion que encumbró a Dawkins), estemos entrando en una nueva época, dominada por nuevos modelos.

Según White, este giro hacia la ciencia no está generando un cambio en las humanidades, sino un deterioro de la humanidad en sí misma. El mejor ejemplo se daría en el campo de la psicología, donde los instrumentos conceptuales y la mayor parte de la investigación han situado a la neurociencia en el centro del asunto, como si todo se redujera a un asunto de conexiones cerebrales y a su dibujo en un mapa, como si no fuéramos más que una especie de computadora que bastaría con escanear para saber qué funciona mal. Lo humano, advierte White, es mucho más amplio, y no podemos contentarnos con reducirlo a análisis puramente numéricos.

Cambio radical de modelo

Nuestra sociedad ha acabado por intensificar y acelerar la tendencia que reinaba en el término del siglo XX, la de tomar lo mensurable y  lo cuantificable como la única realidad: las cosas eran ciertas sólo en la medida en que los científicos podían ponerlas en números. El resultado de esta tendencia, apunta Jesús Hernández, profesor titular de Análisis Matemático en la Universidad Autónoma de Madrid y editor de La universidad cercada (Anagrama), apunta más inconvenientes que ventajas. “El descrédito general de las humanidades, como filosofía, sociología, literatura, y la valoración creciente de cuestiones técnicas y de habilidades como el desempeño informático, que es utilísimo en muchos sentidos, está contribuyendo notoriamente al atocinamiento de la universidad y de los universitarios, donde el maltrato a las humanidades es evidente”.


Y más aún cuando estamos hablando no sólo de la promoción de unas disciplinas por su mayor utilidad en el mercado laboral, sino de un cambio radical de modelo en este nuevo contexto. Tal y como explican Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier en Big data. La revolución de los datos masivos (Turner), ya no necesitamos entender la causalidad ni conocer detalladamente el mundo para poder prever con acierto. El saber antiguo estaba basado en hipótesis, en  deducciones que realizábamos sobre los hechos, en inferencias lógicas. Hoy, gracias a la capacidad de analizar cantidades ingentes de datos, podemos anticipar lo que ocurrirá gracias a nuevos instrumentos.

Según aseguran en su libro, “la sociedad tendrá que desprenderse de su obsesión por la causalidad a cambio de meras correlaciones: ya no sabremos por qué sino sólo qué. Esto da al traste con las prácticas establecidas durante siglos y choca con nuestra comprensión más elemental de cómo tomar decisiones y aprehender la realidad”.  En síntesis, la correlación se basa en analizar dos variables (A y B) y comprobar si al aumentar los valores de A lo hacen también los de B y viceversa. El mecanismo de los big data consiste en analizar variables para saber cuáles correlacionan, y así poder prever el futuro. Si sabemos, por los datos acumulados, que una mayoría de personas que no desayuna gana peso, cuando estemos a dieta seremos conscientes de que habremos de desayunar, por poco que sea, si queremos alcanzar nuestra meta. Quizá no sepamos por qué ocurre, pero sabemos que ocurre así, porque los datos lo demuestran.

Adiós a la filosofía

En ese mundo, las humanidades, acostumbradas a la relación causa efecto, a utilizar la lógica y la razón, y a entender cómo funcionan las cosas, están perdiendo pie. Especialmente la filosofía, que, como asegura la catedrática de ética de la UAB y premio Nacional de Ensayo Victoria Camps, “es vista como algo inútil: el amor al saber es un conocimiento que produce placer por sí mismo y no es un medio para conseguir otra cosa. En un mundo tan volcado hacia lo útil como el nuestro, la filosofía no tiene nada que hacer, salvo que valoremos el conocimiento por sí mismo y entendamos que las preguntas, las dudas y las sospechas de los clásicos del pensamiento pueden ayudarnos a comprender lo que está ocurriendo hoy”.

Según Camps, hemos de reivindicar la filosofía no tanto porque sea inmediatamente útil (“tampoco la investigación científica básica sirve inmediatamente para algo y tiene un valor), sino porque puesta al servicio de la sociedad, quizá no resuelva problemas, pero ayuda a plantearlos, que no es poco”. Y resulta conveniente, en especial, en estos tiempos en que hemos fiado todo a los números. La filosofía “relativiza la importancia de la estadística y de lo cuantitativo. Normalmente las encuestas y las estadísticas nos ponen delante una realidad que nos sugiere muchas preguntas que piden una valoración. Sin esa valoración renunciamos a cultivar lo más específicamente humano, el juicio que nos lleva a distinguir el bien del mal, a tratar de resolver los conflictos, a denunciar las injusticias, etc.”.
Incluso en el caso de los big data, aseguran Cukier y Mayer-Schönberger, esta valoración ha de realizarse. Puede que, como aseguran muchos expertos, baste con recoger todos los datos disponibles, dar al botón, esperar que los ordenadores los correlacionen y recoger el resultado final. Pero esa misma tarea, avisan, lleva implícita una teoría, la de los datos que se eligen, los que se ponen en relación, y los de las lecturas que se llevan a cabo. Ese mundo predictivo no está ni mucho menos libre de valoraciones.

Sin embargo, con este viraje, lo que se está consiguiendo, subraya Hernández, “es que nuestra capacidad de razonamiento tienda a desaparecer, así como el uso de argumentos, y su encadenamiento lógico…Resulta muy evidente, y se percibe de manera muy clara en las discusiones que tienen lugar en los medios de comunicación de masas, cómo priman las invectivas, injurias e impertinencias, en lugar de los argumentos”. Y esta reducción al mínimo común denominador también provoca que, a pesar de contar con más datos que nunca, no sepamos utilizarlos. Sirva como ejemplo, afirma Hernández, las referencias a la memoria histórica tan habituales en los últimos tiempos, que suele ser “un uso de analfabetos y analfabetas de la república española y de la guerra civil pavorosamente compatible con la ignorancia de la historia”. Tenemos muchas cosas a mano, pero hemos perdido los instrumentos racionales y críticos que nos ayudaban a elegir, diferenciar y analizar…

Link: http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2013/07/16/como-las-personas-mas-inteligentes-del-mundo-nos-estan-haciendo-mas-tontos-124691/


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