17 de julio de 2014

Pobreza Mental


La pobreza se nos mete en las venas, nos enferma y nos denigra. Cuando la pobreza se nos mete en la cabeza, en los pies, en las manos, en la mirada y en el corazón, nos nubla la conciencia. Nos hace sentir menos y nos pone al frente del más dañino de todos los espejos causándonos comparaciones, auto compasión y termina por arruinarlo todo.

Y los pobres glorificamos al que tiene dinero porque esperamos que nos dé algo de su dinero, su influencia, su prestigio, su inteligencia, su belleza, o, simplemente, su cariño y preferencia. Y los pobres nos alzamos así al poder sobre nuestros semejantes, los otros pobres con los cuales, sin querer, también competimos, deseando estar en el lugar que ocupan los de arriba, los preferidos del jefe.

Y si la pobreza se nos mete en la cabeza, no valen los títulos universitarios que saquemos para “mejorar en la vida”, o los bienes personales ni las riquezas que después logremos (si las llegamos a tener). 

Pensamos como pobres, actuamos como pobres “Es pobre” siempre nos vamos a creer menos que los demás… siempre vamos a estar compitiendo con aquellos que están cerca del poder. Siempre estaremos pensando en función de lo que no tenemos y quisiéramos tener… o, si llegamos al poder o al “éxito”, nos vamos a olvidar de lo que una vez no tuvimos… de lo que fuimos: pobres. Porque sentiremos vergüenza del recuerdo y la sociedad debe pagar esta afrenta.

Si se nos mete en los pies, la pobreza nos hace haraganes y miedosos, y aprendemos a caminar detrás de los pasos de aquellos a quienes consideramos mejores, y nos detenemos con cada nuevo obstáculo, llorando y pataleando ante el menor obstáculo. 

Y damos pasos de hormiga en aquellos lugares anchos, donde podríamos correr y hasta volar, porque no nos terminamos de creer que estamos ahí precisamente para correr o para volar. Y si nos mete miedo la pobreza en los pies, nos hace mañosos, porque entonces buscamos siempre cómo aventajar al que viene detrás de nosotros, correr despacio, en zig-zag, nunca de frente, buscando cómo ponernos en lugares donde saquemos ventaja, donde nos arrimemos al poder y al bienestar, aunque eso signifique hacerle trampa a los otros. Pero… “tenemos que sobrevivir”, y aquí se trata de la ley del más fuerte.

Cuando la pobreza se nos mete en las manos, nos ata. Nos amarra y nos desfigura las manos. Nos inutiliza. Porque pensamos que es poco o nada lo que somos capaces de hacer. O nos hace sirvientes de las personas que ostentan poder, dinero o influencias. 

Nos volvemos serviles e intentamos contentar todo el tiempo a quien está en un “rango” superior al nuestro. Porque tenemos miedo que nos quiten el trabajo, ese trabajo que nos da de comer todos los días (si es que lo tenemos). Así, sin querer y sin que nos demos cuenta, la pobreza nos hace mendigos y nuestras manos atadas se liberan sólo para ser extendidas para pedir dinero, favores, privilegios, cariño, aprobación y compasión. Si se nos mete en los ojos, la pobreza nos hace ciegas. No sabemos vernos por dentro, ni descubrir nuestras capacidades, oportunidades y espíritu de lucha. Sólo vemos lo que No tenemos, y lo comparamos con lo mucho que otros tienen. Nos entra la tristeza y la rabia, y tampoco miramos a nuestro alrededor. 

No nos damos cuenta de que hay otras personas que están en peores condiciones y que, tal vez, podrían necesitar de nuestra solidaridad. Miramos con desconfianza, con la mirada turbia porque pensamos mal de los demás… porque en el fondo también pensamos mal de nosotros mismos. Pero cuando nos conquista el corazón, estamos liquidadas… porque la pobreza conquista nuestras ganas. Y lo peor de todo, nos hace amarla, desearla y buscarla. Es una contradicción tremenda: por un lado, no queremos la pobreza porque nos hace sufrir. Por otro, amamos sentirnos víctimas pobres, limitadas, excluidas. Y le echamos la culpa a los ricos del mundo, a los que tienen poder, a los que son “mejores” que nosotros, los pobres.

Y si la pobreza nos llega al corazón, nos nubla la conciencia. Ya ni siquiera somos capaces de decir quién somos ni de dónde venimos, ni sabemos hacia dónde vamos. La sociedad no nos importa, porque ella misma tiene la culpa de que seamos pobres. Y los ricos nos pisotean sin que nosotros nos demos cuenta, o si nos damos cuenta, no protestamos, pues no hay nada qué hacer. Y los otros pobres son nuestros iguales hasta que nos hacen competencia y se quieren meter en nuestro camino y quitarnos las migajas a las cuales, por ser más pobres, tenemos derecho. Y si el sistema nos oprime no opinamos, y si opinamos y luchamos es porque los líderes nos lo dicen. Y así se nos pasa la vida diciéndonos que somos pobres, y que no es justo, y que pobrecitos nosotros que somos pobres, y que quiero quedar bien con el patrón, la jefa y los dueños. Pero también pisoteo a los otros pobres que están debajo de mí… 

Al final, pienso que el problema no es pasar hambre o angustia por las deudas, el problema es quedarse siempre en el hambre y en la angustia, y aprender a estirar la mano para pedir clemencia a los que tienen o pueden más o no creer que pueda caminar con la misma dignidad que mi jefe, aunque no ande con una ropa tan buena o mi porte no sea “distinguido”. El problema es creer que su dignidad depende de su cargo, de su dinero, de su preparación profesional, de su apellido o de su distinción… y no de su ser persona digna. El problema es el miedo que nos oprime.

El problema no es ser pobre, sino que la pobreza se nos meta en el tuétano y nos envenene la sangre, y nos haga seres inferiores (porque nos vivimos comparando con los demás). La pobreza no está sólo en la casa, en la cartera vacía ni en el brasero apagado porque no hay nada para cocinar. La pobreza está en el alma humana, en la mendicidad de nuestras relaciones y en la mezquindad de nuestros deseos. Los pobres no sólo somos los que no tenemos dinero. Los pobres somos los que no nos creemos gente, hasta que dejemos de pensar como pobres; entonces seremos, por fin, seres libres. 




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